sábado, 15 de octubre de 2011

¿Se me entiende, oiga?

Para mi propia sorpresa el otro día me vi dedicado temporalmente a dar clases de lengua como profesor particular. No tengo ni idea de lengua, cosa que dejé bien claro al interesado, pero ante su desesperación (y al bajo nivel de la asignatura) me comprometí finalmente a hacer lo posible.


Bueno, al tema. El caso es que nos dedicamos a clasificar expresiones según su función, modalidad y no sé qué otras cosas. Como de costumbre, la educación de una tierna mente receptiva reducida a aprender qué nombre tienen las cosas para clasificarlas en un orden totalmente artificial y casi siempre arbitrario. Preguntas del tipo “¿cómo sucede esto?” o “¿por qué?” no entran en el programa, que ya está saturado de preguntas como “¿qué nombre de más de siete sílabas tiene esto que no sabes lo que es ni te lo voy a explicar?” y “¿conseguirás memorizarlo los bastantes días como para sacar un diez?”. Así, los niños más listos son los que más tienen en común con un loro o una grabadora, capaces de recitar increíbles tochos que no entienden. ¡Como los tertulianos de la tele! E igualmente útiles a la sociedad.


En fin, había un diálogo en el libro de texto como ejemplo de frases enunciativas, que exponían información. No recuerdo cómo era pero me inventaré otra que me sirva:

-He retirado la tetera del fuego.

-¿Por qué?

-Porque el agua ya estaba hirviendo.

El caso es que tenía que quedar claro que daba una información, aunque incompleta al juicio del receptor, y que se exhortaba a que se completase hasta darle una explicación completa.


Bien, pues tonto de mi, le he estado dando vueltas y tratando de relacionarlo con algo que me pasa a veces y que me frustra un poco. Resulta que a veces, muy pocas, la verdad, pero ocasionalmente una u otra persona me pregunta algo sobre ciertos aspectos de la física. Pero claro, las preguntas son cosas muy específicas sobre temas complejos como los agujeros negros, el comportamiento de los fotones o sobre la teoría de la relatividad general. No suelo responder gran cosa, y a veces no hago ni siquiera el esfuerzo, y mi entrevistador no entiende mi desinterés. A él o ella le parece un tema apasionante, y realmente quiere saber cosas, y no sabe porqué no se las aclaro ni que ni siquiera me interese la conversación. No es cierto que no me interese el tema, ni la conversación, es sólo que no tengo casi nada que decir.


Hay dos motivos fundamentales para esto: el primero es que yo no se casi nada de temas demasiado “raretes”, la física se dedica al estudio de todo el universo, y el universo es muy grande. El segundo motivo y más fundamental creo que lo acabo de descubrir gracias al lenguaje. O, más bien, a ese ejercicio de lengua que me ayudó a plantearme la pregunta adecuada que me permito ahora responder. Este segundo motivo es el entorno en el que estamos, y el mecanismo que usamos para concebirlo. Trataré de explicarme:


-He retirado la tetera del fuego.

-¿Por qué?

-Porque el agua ya estaba hirviendo.


Todos podemos entender esta explicación, y sentir nuestra curiosidad satisfecha tras esas pocas aclaraciones. Pero ¿por qué, con tan poco esfuerzo podemos comunicar tanto? Pues porque todos entendemos perfectamente los conceptos necesarios: qué es una tetera, qué es el fuego, y qué pasa cuando ponemos agua a calentar. Y en realidad no es cierto, aceptamos el concepto del fuego aunque seguramente el receptor no sabe ni entiende qué es el fuego y cómo se comporta, ni cuáles son los procesos (nada triviales) que hacen que el agua líquida se transforme en gas, para nosotros algo tan común pero extremadamente raro en el universo (puede que mucho menos frecuente que esos misteriosos agujeros negros). Pero son cosas rutinarias, las podemos aceptar sin entenderlas más allá de su mera observación.


Ahora imaginemos que hablamos con un ser de idéntica capacidad intelectual que nosotros mismos, pero que viene de un lugar totalmente diferente a la Tierra. Allí no hay agua, ni carbono ni oxígeno en la atmósfera que haga posible la combustión, ni conoce el té. Pero imaginemos que podemos comunicarnos con él sin ninguna dificultad lingüística. Le decimos “He retirado la tetera del fuego” y este ser se quedará asombrado. Su “¿Por qué?” no queda ni de lejos explicado con esa mierda de respuesta de “ya estaba hirviendo”, no entiende qué es eso, no entiende nada. Y se me ocurre que el que escribió ese libro de lengua, que seguro que sabe explicarse mucho mejor que la mayoría de la gente, no podría explicarle nada en absoluto... ¡porque no lo sabe ni él mismo, que prepara té a diario!


Bien, cuando alguien me pregunta “¿Por qué no hay nada que pueda acelerar hasta alcanzar una velocidad mayor que la de la luz? ¡No tiene sentido!” Pues lo siento, tendrás que aceptarlo sin más (o no, allá tú) porque yo no te lo puedo explicar si no estamos en el entorno adecuado, si tú estás viendo un paisaje y yo estoy viendo otro. Hay cosas que requieren la exclusión de nuestros sentidos para poder imaginar cosas al margen de lo que éstos nos sugieren. Nuestros instrumentos sensoriales sirven para trepar a árboles, lanzar cosas, usar utensilios, perseguir animales y distinguir frutas. No están hechos para imaginar fotones, agujeros negros, ni tantas otras cosas... pero estas cosas existen. Debemos usar, por lo tanto, las matemáticas abstractas, que no son sino otro utensilio más que hemos elaborado como especie. Sin ellas, si quieres conocer algo sobre la naturaleza, tendrás que conformarte con aceptarlo y darlo por hecho, como el que pone el agua a hervir.


La ciencia divulgativa es algo genial y cumple una función imprescindible (la necesitamos hoy más que nunca), pero no podemos acudir a ella para entender nada en profundidad. Y menos aún cuando, como suele pasar, lo hacemos para aclarar nuestras dudas sobre temas demasiado complejos. Y por encima de todo, no todos tenemos el talento que hace falta para conseguir una buena comunicación.



Joder, este blog ya se está poniendo muy serio. A ver si vuelve pronto el papa.

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